martes, 3 de julio de 2007

¡Fuera Telgopor!


¡Oh tela gomosa porosa y su brotar incansable! Surge de todo rincón...
Chorrea a veces de la televisión, de los celulares, de la oficina. ¡De nuestras manos! Los grandes titireteros lo esparcen desde lo alto. Lo tragamos y hasta sin querer se lo pasamos a otro, el otro a otro y así la ciudad se cubre de telgopor. Estorba el paso en la calle, entorpece los abrazos y los besos, corta la mirada al horizonte; paisajes terribles: elefantes ahogados, jardines muertos.
Así respiramos, el alma dormida, la inercia despierta. Así marchamos, anestesiados, aislados por aquel telgopor más peligroso: ese que derrama nuestra propia boca. Construimos con pedazos de espejos rotos, con barros y flores, nuestra imagen y el mundo exterior; con el ojo tan abierto como nuestra cobardía lo permite.


¡Cuánto tememos la sangre inquieta y la intensidad de los días!

El inevitable y humano miedo; aquella nube silenciosa...

Pero cuando la marcha ciega hacia ningún lugar se detiene, cuando desoxidamos nuestra materia gris y confrontamos nuestras partes, cuando amamos, cuando vibramos con el verde y con la tierra; cuando hacemos musiquita desde las entrañas, así como también cualquier otra manifestación artística sincera; nuestros poros dejan crecer pequeñas enredaderas coloridas y vivaces, diluyendo todo telgopor a nuestro alrededor, liberando luz azul. Así, ya purificados, soltamos la piedra, desplegamos un ala y la existencia vuelva a iluminarse; al menos por un tiempo. Solamente aquella luz nos puede encender a dar ese paso.
Atitayteté es un canto de amor, una plegaria blanca, un grito combativo, pero de una batalla interior contra nuestras estructuras oxidadas, hacia la liberación del alma.
Vamos a caminar...

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